El excelente libro de Daron Acemoglu y James Robinson, rompe
mitos y describe con toda clase de ejemplos, un tema poco debatido y mal
diagnosticado: “PORQUE FRACASAN LOS PAÍSES”. En estrecho resumen, el libro
indica que la pobreza o prosperidad depende de la calidad de las instituciones,
las que normalmente tienen orígenes remotos que se mantienen en el tiempo
enmarcadas en un círculo vicioso o virtuoso que crea fuerzas poderosas
dirigidas a perpetuar las instituciones.
El fracaso de los países africanos, latinoamericanos y
algunos asiáticos, si bien rompieron lazos con sus antiguas colonias en algunos
casos hace más de dos siglos, ello no produjo cambios significativos en las
instituciones, ya que no modifico la estructura extractiva de las mismas.
Españoles, Ingleses y Holandeses principalmente, aplicaron en
sus colonias estructuras de gobierno coercitivas, con el propósito de extraer
lo que había en ellas: en algunos casos oro y plata, diamantes, azúcar o especies
entre las más apetecibles. El negocio era explotar a la población y las
riquezas naturales; incluso arrasaron con las incipientes producciones locales
si entraban en conflicto con sus economías vernáculas. En aquellos territorios
en los que no había nada por extraer, ni población organizada a la que someter,
por ejemplo el norte de los Estados Unidos o Australia, el resultado fue bien distinto.
Aunque de una forma más sofisticada y acorde a los tiempos, lo
que hicieron los gobiernos coloniales es lo mismo que ocurre hoy día en nuestro
país. Los sucesivos gobiernos se apoyan en instituciones extractivas que vía
gravámenes y gabelas, monopolios, incluso expropiaciones, extraen la riqueza
que generan los sectores más dinámicos de la economía. La extracción no
reconoce límites, siendo la corrupción organizada en contubernios con “empresarios
amigos”, la forma en que la élite se enriquecerse personalmente.
El modelo es bien simple, se trata de contar con instituciones
políticas extractivas no plurales, las que generan una economía extractiva que
enriquece a la élite gobernante; así el poder es cada vez más poderoso
económicamente, lo cual posibilita la compra de más poder, con el fin de destruir
el estado de derecho y tender al absolutismo. Bajo el paraguas de la democracia
que reviste de legalidad al sistema y como forma de permanecer en el negocio,
el gobierno compran voluntades (votos) demagógicamente mediante dadivas en
formas de “ayuda social” en sectores de la población cautivos, lo que
constituye una forma moderna de servidumbre.
Si bien es cierto que periódicamente cambian los dueños del
poder y de algún modo también las formas, la naturaleza de las instituciones
gubernamentales tiene una estructura similar a la de los gobiernos coloniales. Romper
este círculo vicioso es el desafío, pero ello no es fácil ya que hay vínculos
arraigados difíciles de remover. Salir del círculo vicioso no es posible sin romper
moldes.
La revolución espontanea de diciembre de 2001 estuvo cerca
de poder realizar el cambio: “el que se vayan todos” no funcionó, salvos los
muertos, están todos, y así no se cambia, aunque en realidad el “que se vayan
todos” hacía referencia más que a nombres, a la forma de gobernar. Aquella
revolución se cerró en falso y mientras no se resuelva continuaremos en el
mismo círculo destructivo. Solamente una revolución en las formas y en la naturaleza
de las instituciones políticas y económicas podrá desplazar el círculo al lado
virtuoso. Aquellos que pregonan la continuidad
con cambios, evidentemente no forman parte de la solución. La ley de hierro
de la oligarquía continuara vigente y el próximo líder buscará aumentar más si
cabe su poder, incluso olvidando sus orígenes y principios.